Las mayorías parlamentarias —como la presidencia y cualquier otro cargo electivo— se ganan o se pierden en las urnas. Los partidos las necesitan para avanzar su agenda política, económica y social. El PRI lo hizo así durante 68 años hasta que perdió el control del Congreso. Subir 50% el IVA, en marzo de 1995, con el argumento de salvar al país de la crisis gestada en el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari, fue la gota que colmó el vaso. El «error de diciembre» dejó sin reservas el Banco de México y devaluó 300% el peso. Salinas echó previamente mano de su mayoría para rescatar a la banca por medio del Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa). La legislatura zedillista convirtió el salvamento en deuda pública y los mexicanos cargaron el muerto (más de dos billones de pesos) mientras los banqueros y los grandes empresarios se frotaban las manos.
Elegido en un proceso fraudulento, Salinas manejó a su arbitrio la Cámara de Diputados y el Senado. Con el voto de las bancadas del PRI y el PAN, privatizó 18 bancos propiedad del Estado; entre ellos Banamex, Bancomer, Serfin, Comermex y Somex. El sector acerero (Altos Hornos de México, Siderúrgica Lázaro Cárdenas Las Truchas y Siderúrgica Nacional) lo vendió completo. Igual pasó con Teléfonos de México, empresa pública rentable y estratégica. Mexcobre, Minera Cananea, Fertimex, Dina e Imevisión (TV Azteca) tampoco escaparon de la voracidad capitalista.
Impulsada por el neoliberalismo y las transnacionales, la ola privatizadora continuó en los tres sexenios siguientes con la aprobación del PRI y el PAN y el aplauso de las élites desde sus respectivos pedestales. Zedillo vendió ferrocarriles y aeropuertos. Vicente Fox y Felipe Calderón entregaron Aeromex, Mexicana de Aviación, Puertos de México y Grupo Azucarero México. También extinguieron Luz y Fuerza del Centro, nacionalizada en el Gobierno de Ávila Camacho. El capitalismo de compadres medró antes y después de la alternancia.
Encabezar Gobiernos divididos le impidió a Fox y Calderón emprender reformas estructurales de gran calado; aun así, el segundo dio los primeros pasos para abrir el sector energético a la inversión privada. Los gobernadores del PRI sacaron provecho de la coyuntura: impusieron condiciones a la federación, recibieron mayores recursos e instalaron en la presidencia a uno de su club: Enrique Peña Nieto. Para tener mayoría calificada en el Congreso, sin la cual no habría podido cambiar la Constitución ni cedido áreas sustanciales de Petróleos Mexicanos (Pemex) y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) a la oligarquía, Peña se atrajo al PAN y al PRD.
Diputados y senadores aprobaron las reformas contenidas en el Pacto por México, negociadas con corporaciones nacionales y extranjeras. Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, denunció después que legisladores del PRI y el PAN fueron sobornados para votar a favor. Las reformas se envolvieron con promesas falsas: generar millones de empleos, reducir el precio de los combustibles y abaratar las tarifas eléctricas. No ocurrió ni una cosa ni otra. Las ganancias correspondieron a los socios del Gobierno y las pérdidas para los mexicanos. Peña se despidió con «gasolinazos» y «tarifazos» que enardecieron a la ciudadanía y provocaron disturbios en las principales ciudades del país. El voto de castigo fue tremendo: el PRI defenestrado del poder, esta vez quizá para siempre, y Peña con un rechazo de 76%.