La característica del mundo, desde su amanecer, es el conflicto, sea por razones étnicas, políticas, religiosas, económicas o ideológicas. En la Primera y Segunda Guerra murieron alrededor de 70 millones de personas entre civiles y militares. Hoy la guerra Rusia-Ucrania, aún sin visos de solución, tiene una compañera: la de Israel y el Movimiento de Resistencia Islámica (Hamás) iniciada tras el bombardeo y asalto a varias comunidades del Estado judío. Tan antigua como las luchas armadas es la migración, fenómeno exacerbado en los últimos años. De acuerdo con Naciones Unidas, la población migrante en el mundo ronda los 281 millones de personas, de las cuales el 48% son mujeres y 41 millones, menores de 20 años. Estados Unidos es el principal receptor con alrededor de 58 millones de emigrantes internacionales.
Los principales factores que propician la migración son económicos, demográficos, sociales, políticos y ambientales, establece la Organización Internacional para las Migraciones. México es el primer país de origen de migrantes que residen en Estados Unidos con 10.94 millones, con cifras a 2020. Le siguen la India (3.44 millones), China (2.88), Filipinas (2.7) y Vietnam (1.59), según la última actualización del Portal de Datos Sobre Migración. El Centro de Investigaciones Pew y el Instituto de Política Migratoria calculan entre 11 y 11.4 millones los migrantes establecidos en Estados Unidos de forma irregular, la mitad de los cuales proceden de México, cita la misma fuente.
Sin embargo, mientras la inmigración de mexicanos a Estados Unidos ha disminuido, la República Bolivariana de Venezuela disparó la suya 114% al pasar de 236 mil en 2015 a 506 mil en 2020 (primeros siete años de Gobierno de Nicolás Maduro). La de Honduras aumentó 27% para rebasar los 773 mil y la de Guatemala creció 17% con lo cual alcanzó los 1.2 millones en el mismo periodo. Mientras tanto, 1.21 millones de cubanos y más de 817 colombianos abandonaron sus países para emigrar a EE. UU. La migración ha devenido en crisis humanitaria. Miles de personas cruzan nuestro país en condiciones inhumanas y muchos mueren en las travesías.
Las imágenes de mujeres, niños y hombres que intentan vencer alambradas y ríos para avanzar unos metros son estrujantes. Mucha de esa población —en América y Europa— reclama a los antiguos imperios el pago de una deuda histórica y moral por haber explotado la riqueza de sus países y a sus ancestros. Empero, cuando la situación se agrava y desborda las fronteras, las potencias endurecen sus políticas migratorias, construyen muros y abandonan a su suerte a quienes huyen de la pobreza, la inseguridad y de Gobiernos ineptos y venales en busca de oportunidades y de un futuro digno. En vez de solidaridad y humanidad, mano dura.
También resulta deleznable que la fuerza pública extorsione a quienes han vendido propiedades y pertenencias para salir de su país y encaminarse a otro que les brinde trabajo, esperanza y la posibilidad de progresar. En medio de la vorágine, llama la atención la fe de los migrantes en sí mismos y en el futuro. Ver a padres y madres con sus hijos en brazos, sobre sus hombros, cargados a sus espaldas o como escudos para protegerlos de peligros, interpela a quienes los ven como amenaza, cuando en realidad son personas con los anhelos y sueños de cualquiera, pero en una situación ajena a sus deseos. Por tanto, merecen respeto y compasión.