Las cifras muestran que los diagnósticos se han disparado en el último lustro. Aunque la situación ha hecho mucho, también es posible que hayamos caído en un círculo vicioso
A finales de los años ochenta, la Asociación Americana de Psiquiatría dio un paso que cambiaría para siempre la historia de la salud mental. Aunque se había hablado de los problemas de concentración de los niños desde principios de siglo, fue entonces cuando se les dio el nombre “trastorno de déficit de atención con hiperactividad”, que puso sobre la mesa que si un niño se distraía demasiado, quizá no es que simplemente fuese un niño despistado, sino que sufría una enfermedad que podía (y debía) ser diagnosticada.
En muy poco tiempo, el número de diagnósticos se disparó y cientos de miles de niños empezaron a ser tratados farmacológicamente. Durante los últimos años, cada vez más evidencia científica apunta a la posibilidad de que, aunque el aumento de casos fuese razonable, se estuvieron diagnosticando casos que en otras circunstancias no habrían sido calificados de TDAH por distintos motivos. Por ejemplo, el pasado año, 30 años después, una metainvestigación señalaba que probablemente se había producido un sobrediagnóstico (y sobretratamiento) de los casos más leves: se consideraba enfermedad las que eran rasgos de personalidad, como impulsividad o falta de atención. Saltemos a 2022.
Hoy, alrededor de uno de cada siete adolescentes de 10 a 19 años en todo el mundo ha sido diagnosticado con algún problema de salud mental, como alertaba Unicef en su informe sobre el estado mundial de la infancia.