Tus amigos suben imágenes borrosas de su reflejo en el ascensor a Instagram porque está de moda, en el universo del píxel, sugerir que la nitidez es algo caduco y pasado. Lo mismo pensaría en su momento Claude Monet (París, 1940 – Giverny, 1926) cuando decidió romper con los cánones pictóricos que requerían de una pincelada precisa, fina y capaz de captar la realidad ante sus ojos.
El pintor francés es uno de los grandes exponentes del impresionismo: un movimiento artístico que, tras la aparición de la fotografía, se encargó de capturar todo aquello que escapaba a la imagen estática. El advenimiento de la cámara cambió la pintura y el futuro inmediato del arte, pues relegó al lienzo de su labor representativa, hasta entonces centrada en grandes retratos e imágenes bíblicas.
En el año 1908, Monet empezó a sufrir de cataratas. Con la visión deteriorada, el pintor no podía ver con claridad los objetos que siempre había representado con su característica brochada. Con una ceguera progresiva que afrontar, la paleta de colores del francés quedó relegada a los marrones, los rojos y los amarillos.
Monet, lastrado por dicha dolencia, sus pinturas se asemejan cada vez más a la abstracción. Apenas podemos distinguir una hoja de una rama y los cuadros convergen en una amalgama de color en el que las formas se diluyen.