Transcurridos los peores años de la pandemia de coronavirus, el mundo ha vuelto a la normalidad, pero no a la anterior, sino a una distinta. La enfermedad trastocó todo y sus secuelas, en algunos casos, serán graves e irreversibles. En su soberbia, la humanidad se creía inmune, pero un bicho microscópico vino a recordarnos lo frágil y fugaz de nuestra naturaleza. Una de las cosas que cambiaron es la forma de ver y afrontar la muerte. Hasta 2019 nos parecía lejana. Después su cerco se empezó a estrechar. Perdimos a familiares y amigos entrañables, no en todos los casos debido a la COVID-19, cuya estela de muerte envuelve y confunde. Pensamos que jamás nos abandonarían, porque nos hacen falta, pero tal cosa es una quimera. Por más dolor que sintamos, debemos abrir las manos y soltar, pero al mismo tiempo abrirles nidos en el alma para que la arrullen y alborocen. Cicerón proporciona un bálsamo: «La vida de los muertos está en la memoria de los vivos».
Desde estas líneas, mi esposa Chilo y yo abrazamos a Armando Fuentes Aguirre, Catón, y a sus hijos Armando, Luz María, Alejandro y Javier, por el fallecimiento de su amada esposa y madre, María de la Luz, acaecido el martes 6 de junio. Lulú fue una buena mujer e inspiración para Armando, quien la amó desde lo más profundo. Caminaron juntos, siempre tomados de la mano. Catón, en sus charlas, recuerda cómo la conoció. El flechazo fue mutuo; el esfuerzo, compartido; y su obra bienhechora, discreta, callada. Su mano izquierda no supo jamás lo que hizo su derecha, pero el Padre, que ve lo secreto, los recompensará a los dos.
Mi esposa compartió con Lulú momentos felices y conversaciones inolvidables. Vio en ella un ejemplo, pues de alguna forma se reflejaban. Me pregunta por qué algunas gentes buenas deben sufrir después de haber dedicado su vida a hacer el bien. En el caso de Lulú, cuyo retrato de Eloy Cerecero, instalado en la capilla ardiente, es un canto a la vida y al amor, le digo, es porque quizá no quería presentarse ante Dios solo con las manos colmadas de obras. Quería algo más para expresarle al Creador su amor por Él y su gratitud por haberle dado, junto con Armando, sus hijos y sus nietos —olivos nuevos alrededor de su mesa— una vida plena y feliz. Y qué mejor ofrenda que el sufrimiento, prenda agradable a Dios.
Armando y Lulú nos acompañaron en algunos de los momentos más importantes de nuestras vidas. Han sido un regalo maravilloso de Dios. Verlos juntos, con ese amor reverencial de él, y esa ternura de ella, nos alegraba el alma y afianzaba nuestras certezas acerca del matrimonio, la familia y los hijos. Observar a parejas de todas las edades enamoradas, besarse, reír en medio de las vicisitudes de la vida, como siempre vimos a Lulú y a Armando, confirma una cosa: por oscuro que nos parezca el panorama y largo el túnel de la incertidumbre, la chispa divina que nos habita nos dará las mejores respuestas. El libro Biografía de la Luz, del sacerdote y escritor español Pablo d’Ors, está colmado de ellas.
El pasado Día del Niño vi a unos padres fuera de una cafetería con su hijo, no mayor de ocho años, afectado por alguna enfermedad motriz, en una carriola. Prodigados a su hijo, él les correspondía con sonrisas y caricias. Exultaba felicidad. La escena me enterneció casi hasta las lágrimas. Estuve tentado a hacerle un obsequio para agradecer el que ellos me habían hecho al tocar mi corazón, saber su nombre, decirles la luz que irradian en este mundo banal, acelerado y loco, pero me contuve. No quise ser impertinente ni invadir su privacidad. Armando y Lulú siempre han inspirado en Chilo y en mí, admiración, respeto y cariño acendrado. «La medida del amor es amar sin medida», nos dice San Agustín. Catón así amó a su Güerita y ella le correspondió sobremanera.