Después de entregar la banda presidencial y sin abandonar todavía la Cámara de Diputados, la prensa interrogó a Carlos Salinas de Gortari sobre la aptitud de Ernesto Zedillo para gobernar. El país seguía convulsionado por el alzamiento zapatista y los crímenes del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, Luis Donaldo Colosio (LDC) y José Francisco Ruiz Massieu (atribuidos al Estado). También por las turbulencias financieras que días más tarde provocarían la devaluación del peso y la crisis conocida como el «Efecto Tequila» o el «Error de diciembre». Replicó Salinas a los periodistas: «Aprende pronto». Tecnócrata sin trayectoria política, Zedillo llegó a la presidencia por el asesinato de Colosio.
En un contexto diferente, pero sobre el mismo tema, el gobernador Miguel Riquelme declaró en rueda de prensa que no le daría consejos a su sucesor, Manolo Jiménez. «No los necesita». La cercanía del exalcalde de Saltillo con el mandatario explica su ascenso meteórico. El apoyo de Jiménez a Riquelme en la capital, en los momentos críticos de la elección de 2017, que el lagunero estuvo a punto de perder, resultó crucial; y la recompensa, proporcional. En apenas cinco años, el exdiputado local ocupó la alcaldía, la Secretaría de Desarrollo Social y la candidatura al Gobierno. La sucesión se resolvió desde un principio.
En uno de sus primeros discursos como gobernador —y acaso inmerso todavía en el conflicto poselectoral que lo tuvo en vilo seis meses—, Riquelme prometió a Saltillo que le iría muy bien. La conseja de que los votos de la capital inclinaron la balanza a su favor, después de perder Torreón, había tomado carta de naturalidad. La declaración de Riquelme cayó como balde de agua fría en La Laguna donde el sentimiento por el abandono de las autoridades estatales y su preferencia por Saltillo, aún estaba a flor de piel.
La mejor manera que encontró Riquelme para retribuir a Saltillo y al empresariado su respaldo fue convertir a uno de los suyos en su delfín y acorazar la elección. La alianza con la IP la afianzó otros intereses. El acuerdo para evitar que el partido del presidente Andrés Manuel López Obrador se hiciera con la gubernatura, aunado a la división en Morena y a la postulación de un candidato débil como Armando Guadiana, cerraron la pinza. El PRI pudo ahorrarse la coalición con el PAN y el PRD, pues los 660 mil votos propios superaron por más del doble a los de Morena. La votación total (765 mil) es difícil de explicar. Habla de un control casi total y de una maquinaria con recursos y métodos sofisticados para generar votos.
La relación entre Riquelme y Jiménez asegura un cambio de timón sin sobresaltos. El gobernador deja al sucesor asuntos que no pudo cumplir por falta de tiempo, pero sobre todo de presupuesto, lastrado por la megadeuda. El relevo evoca las sucesiones presidenciales del PRI hegemónico, excepto en las rupturas, las cuales ocurrían tarde o temprano. El presidente se desligaba de su predecesor sin investigarlo ni perseguirlo. Zedillo fue la excepción, pues forzó a Salinas a exiliarse y encarceló a su hermano Raúl por enriquecimiento ilícito y el asesinato del secretario general del PRI, Francisco Ruiz Massieu. Según la ortodoxia priista, ahora solo vigente en Coahuila, Riquelme podrá colocar varios secretarios en el gabinete de Jiménez, como ya lo perfila en el Congreso, cuyo líder será un compañero de batallas cuando aún no imaginaba que algún día sería gobernador.