El desarrollo de estos combustibles renovables, aprovechan residuos, mantienen todo su potencial energético y reducen hasta un 90% las emisiones de CO2
El impulso de una conciencia más respetuosa con el medioambiente y los recursos naturales está motivando, desde hace años, un viraje en casi la totalidad de la actividad humana hacia prácticas más sostenibles. La lucha contra el cambio climático ha acelerado este proceso en el que todos, cada uno a su nivel, hemos introducido en nuestras rutinas actitudes encaminadas a preservar el planeta. Cada gesto cuenta. De ahí que las grandes compañías trabajen de lleno en este nuevo horizonte verde, capaz de abrir la puerta a un futuro descarbonizado y mejor para todos.
Este nuevo paradigma exige la transformación de todos los sectores, sobre todo de aquellos que tradicionalmente han generado más emisiones. Es el caso de la industria o del transporte pesado terrestre, aéreo y marítimo, por citar algunos ejemplos. Nótese que, por distintos motivos, son ámbitos en los que la apuesta por la electrificación y otras fuentes de energía sostenible son de complicada implantación actualmente. Pero eso no quiere decir que no haya soluciones: los biocombustibles se posicionan en estos casos como una alternativa lógica.
Pero ¿qué se entiende por biocombustibles y qué los diferencia de los combustibles tradicionales? La respuesta se encuentra, básicamente, en su origen, en la materia prima empleada para producirlos. Mientras que los carburantes ‘de siempre’ provienen de elementos fósiles originados hace millones de años, como el petróleo, en el caso de los biocombustibles la fuente es la materia orgánica que nos rodea. En función del origen de esta materia prima, podemos distinguir entre biocombustibles de primera generación (1G) o de segunda (2G). Los primeros provienen de cultivos agrícolas como la caña de azúcar, la remolacha o la melaza, cereales como el trigo, la cebada o el maíz, o aceites como la colza o la soja; mientras que los segundos, que no compiten con la alimentación, se fabrican a partir de residuos orgánicos como aceites usados de cocina, deshechos agrícolas o ganaderos o biomasa forestal, entre otros.
Esta diferencia en su origen con los combustibles tradicionales es precisamente la que les confiere su característica fundamental dado el contexto: los biocombustibles son capaces de reducir significativamente el nivel de emisiones netas de CO2 a lo largo de todo su ciclo de vida -hasta un 90%-, un rasgo que los posiciona como una opción real y sostenible para alcanzar la descarbonización de nuestra economía.