Resumen de la columna de Carmen Morán Breña escrita para El País
Si usted quiere poner a prueba la fortaleza de su matrimonio, hay un sistema infalible: gane unas elecciones y someta a su pareja a estar cuatro, seis u ocho años a su lado en la presidencia de un país, los que correspondan al mandato. Las parejas presidenciales están sometidas a una desigualdad tan intensa como las obligaciones que impone el cargo. Uno gobierna día y noche y el otro logra sacar adelante el resto de la vida doméstica y laboral como puede, adaptándose a los requerimientos protocolarios y sometido a un escrutinio público constante. Las desavenencias que van surgiendo saltan pronto al chisme público, bien reflejadas en series cinematográficas.
Es bien conocido el desgaste que sufrieron los Obama, el divorcio de Felipe González en España, el de Gabriel Boric en Chile o los rumores sobre Felipe Calderón en México. Huelga decir que las mujeres suelen llevar la peor parte, ya que generalmente son los hombres quienes gobiernan, y aunque lo hagan ellas, sus parejas masculinas enfrentan menos obstáculos, miradas y críticas en su desarrollo vital. Esto sucede simplemente por nacer mujer. En México, recientemente se rumoreaba sobre problemas en el matrimonio presidencial, rumores que Andrés Manuel López Obrador negó categóricamente, afirmando que seguiría junto a Beatriz Gutiérrez Müller.
La publicación del libro de Gutiérrez Müller, «Feminismo Silencioso», arroja luz sobre las dificultades de ser primera dama. La autora critica el papel indefinido y tradicional de las primeras damas, término que considera anticuado y machista. A lo largo de los seis años en el Palacio Nacional, Gutiérrez Müller ha mantenido un perfil bajo, enfocándose en su carrera académica y la crianza de su hijo. Sin embargo, este segundo plano no la ha protegido de las tensiones y presiones inherentes al cargo. En su libro, aboga por la necesidad de establecer claramente las funciones de la pareja del gobernante, sugiriendo que la indefinición actual contribuye a las tensiones matrimoniales y personales.
El caso de Irina Karamanos en Chile, quien acompañó a Gabriel Boric y luego se retiró de sus funciones tradicionales de primera dama, ilustra bien este punto. La ruptura pública del matrimonio de Boric y Karamanos subraya la presión y el escrutinio a los que están sometidas las esposas presidenciales. Estas mujeres, a menudo relegadas a roles simbólicos y ceremoniales, tienen sus propias carreras y ambiciones, que se ven interrumpidas por las expectativas tradicionales. Gutiérrez Müller argumenta que es necesario redefinir estas expectativas y roles para evitar que las mujeres sean atrapadas en un papel que no eligieron y que puede ser profundamente desgastante.
No es sorprendente que muchas primeras damas encuentren insostenibles las expectativas que se les imponen. Las mujeres de hoy tienen estudios, profesiones e intereses propios que no deberían ser eclipsados por el cargo de sus maridos. La demanda de Gutiérrez Müller de claridad en las obligaciones constitucionales y la eliminación de roles machistas es urgente y necesaria. En un mundo donde incluso las reinas empiezan a separarse, las primeras damas también deberían poder definir su papel de acuerdo con sus propias capacidades y aspiraciones, sin estar sujetas a la tradición y los estereotipos de género.