La época de los informes de gobierno turbulentos quedó atrás, al menos hasta que las oposiciones y otros agentes permanezcan aletargados y alineados al poder. La memoria de los altercados dentro y fuera de los recintos donde los gobernadores presentaban el estado de la administración ante el Congreso se desvanece, pero conviene recordarla para entender el momento actual. Resulta irónico que el ejecutivo que más obra realizó (Óscar Flores Tapia), no obstante haber heredado una deuda por 500 millones de pesos, haya sido defenestrado poco antes de rendir su último informe y de transferir la estafeta al sucesor ya electo.
Era cuando el presidente de la república ponía y quitaba gobernadores a su arbitrio. En el caso de Flores Tapia, político de origen humilde, sin embargo, el tiempo demostró que la intriga urdida en Los Pinos, donde entonces despachaba José López Portillo, se basó en infundios. Flores Tapia murió en la medianía, no en la opulencia, característica de la generación que el expresidente Enrique Peña Nieto ostentó como el «nuevo PRI». Gobernadores de su edad que treparon al poder para improvisar fortunas y acumular propiedades en un entorno social de penuria y privaciones cada vez mayores. «De la forma como se llega al poder se gobierna». La frase del político colombiano, Sergio Fajardo, define a los rapaces.
Cuando el PAN era oposición y sus diputados interpelaban a voz en grito al gobernador, y con pancartas denunciaban reformas antidemocráticas, la corrupción, la megadeuda y la impunidad, no hacían más que cumplir un deber frente a sus electores y la ciudadanía en general. Primero, como partido minoritario; y segundo, como representantes populares. Esa actitud le permitió ganar las principales alcaldías, ser contrapeso en la legislatura, incomodar al Gobierno y haber estado a un paso de la gubernatura en 2017. Las denuncias de fraude y la convocatoria para impugnar el resultado movilizaron legiones en todo el estado. Pues había liderazgo y causas compartidas por las mayorías.
Sin embargo, ese PAN dejó de existir para dar paso al conformismo, la componenda y los arreglos cupulares. Acción Nacional abdicó de las banderas que sustentaban sus luchas y lo identificaban con sectores cuyo voto permaneció fiel elección tras elección, hasta que el poder lo embriagó. Ese sufragio también lo perdió: el de la clase media emigró, en parte, al PRI; otro segmento pasó al abstencionismo y la mayoría lo tiene ahora Morena. Basta revisar la estadística electoral reciente para corroborar la caída de las siglas tradicionales y la consolidación de la ola guinda.
Coahuila es hoy el único estado del país donde el PRI representa la fuerza mayoritaria. El vacío dejado por el PAN aún no ha sido ocupado. Esa situación, aunada a la atonía del empresariado, antes crítico, favorece al Gobierno y facilita el control político. En sentido contrario, y pese al predominio que ejerce en el plano federal, Morena ha sido incapaz de constituirse en factor de equilibrio y de atraer a los escépticos. La falta de liderazgos (después de Armando Guadiana no ha surgido otra figura relevante), la desconexión de la dirigencia nacional y la ausencia de una estrategia para aprovechar el impulso de la presidenta Claudia Sheinbaum, como sucedió en estados donde el PRI era, en apariencia invencible, explican el fracaso de Morena en elecciones locales. Su desempeño en el Congreso local ya lo asemeja al PAN.