Las elecciones del domingo próximo para nombrar al sucesor de Miguel Riquelme presentan un ingrediente excepcional: la animosidad del statu quo hacia el presidente Andrés Manuel López Obrador. El factor beneficia al PRI y a su candidato Manolo Jiménez. La alianza con el conservador Partido Acción Nacional, su antiguo enemigo histórico, busca frenar el avance arrollador de Morena. Las diferencias políticas e ideológicas entre ambos dejaron de existir desde hace tiempo. El PAN busca salvar la cara ante el desplome de su votación. La coyuntura, sin embargo, es un arma de dos filos: puede inclinar la balanza hacia el oficialismo o provocar la reacción del Gobierno federal para hacerse con Coahuila y Estado de México y llegar más fortalecido a las presidenciales de 2024. Después de finalizadas las campañas, los ciudadanos dispondrán de tres días para reflexionar su voto antes de emitirlo el 4 de junio.
Los comicios en Coahuila habían sido siempre un asunto local. La maquinaria y el árbitro electoral se volcaba con el candidato del PRI. El PAN (entonces la única oposición real) jamás se había rendido ni abandonado a sus votantes. Empero, desde la alternancia política del año 2000, el presidente pasó de gran elector a observador de las sucesiones estatales. Su imagen, actuación —mala o regular— y los fracasos o escándalos del Gobierno incidían poco o nada en las votaciones. Para salvar las elecciones de 2017 en Estado de México y Coahuila, Peña Nieto influyó sobre Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación al recibir en Los Pinos a los gobernadores electos Alfredo del Mazo y Miguel Riquelme. La demanda de Morena y el PAN para anular el resultado fue desechada.
En los tiempos de la presidencia imperial resultaba suicida afrontar al soberano desde las capitales estatales, el Congreso y la Suprema Corte de Justicia, pero con López Obrador se convirtió en el pan de cada día, signo inequívoco de democracia. En esa nueva realidad política, un grupo de gobernadores organizó la Alianza Federalista; el PAN, PRI y PRD, muñidos por escritores, organismos civiles y líderes de opinión adversos al presidente, formaron un frente electoral y legislativo bajo el paraguas de Va por México; sectores de las clases media y alta se movilizan para impugnar las reformas de la 4T; y el protagonismo de la presidenta de la Corte, Norma Piña —propuesta por Enrique Peña Nieto para ministra—, seduce a la galería, pero no resuelve la crisis de justicia ni combate la corrupción.
El Gobierno del presidente López Obrador muestra signos evidentes de agotamiento, pero tras casi cinco años de ejercicio el balance político le favorece. La Alianza Federalista se extinguió después de las elecciones intermedias; Morena venció al PRI, PAN y PRD —juntos o separados— en 22 estados y es la principal fuerza en la Cámara de Diputados y en Senado. El partido de la 4T lidera por mucho las intenciones de voto para las elecciones presidenciales del año próximo y los niveles de aprobación de AMLO superan el 60%, pese a las campañas de los poderes fácticos para debilitarlo.
El entorno político nacional es propicio para al gobernador Miguel Riquelme y le ha sumado aliados poderosos. El eventual triunfo del PRI en Coahuila —Estado de México ya se da por perdido— es importante para el establishment, pero no deja de ser secundario. La prioridad de la oligarquía consiste en detener a Morena y revertir la tendencia electoral de 2024, lo cual, a estas alturas, parece inasequible. El proyecto de transformación de AMLO prevalecerá con Claudia Sheinbaum o Marcelo Ebrard en la presidencia. Las élites difícilmente podrán recuperar privilegios e imponer condiciones al Gobierno como lo hicieron en los sexenios de Vicente Fox, Felipe Calderón y Peña Nieto.