El mundo paga las consecuencias de siglos de incuria. ¿Duda alguien ahora del calentamiento global y de sus efectos devastadores? La revolución industrial de la primera mitad del siglo XVIII y principios del XIX, iniciada en Gran Bretaña y extendida a Europa occidental y Estados Unidos, provocó la mayor transformación socioeconómica, cultural y tecnológica de la historia, pero también un impacto negativo en el ambiente. La degradación continuó y se agravó en cada proceso histórico hasta llegar al momento actual. El planeta, como todo organismo vivo sometido a condiciones extremas, empezó a pasar factura hace tiempo, pero nadie actúa para evitar el apocalipsis climático.
Los más de ocho mil millones de habitantes de la tierra somos corresponsables, en mayor o menor medida, de revertir el fenómeno. El capitalismo salvaje y el neoliberalismo impusieron sus intereses a la mayoría sin pensar en el futuro. Los recursos naturales se sobreexplotaron. Las zonas boscosas se han reducido dramáticamente y la contaminación de los océanos, ríos y lagos acortan aún más la vida del planeta como la conocemos. Los intentos para disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero ([GEI] dióxido de carbono, metano, óxido nitroso, hidrofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre) avanzan a paso de tortuga, mientras el calentamiento global se acelera.
El Protocolo de Kioto, encargado de hacer cumplir los acuerdos de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, entró en vigor hasta el 2005, ocho años después de su adopción. Los países industrializados se comprometieron a reducir, en un periodo de 15 años, un promedio de 5.2% la emisión de GEI con respecto a los niveles de 1990. El Acuerdo de París, suscrito por 194 partes (193 países más la Unión Europea), se puso en marcha en 2016 para «reforzar la respuesta mundial a la amenaza del cambio climático» mediante acciones específicas:
«1. Mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 °C (…). 2. Aumentar la capacidad de adaptación a los efectos adversos al cambio climático y promover la resiliencia al clima y un desarrollo con bajas emisiones de gases de efecto invernadero, de un modo que no comprometa la producción de alimentos; 3. Elevar las corrientes financieras a un nivel compatible con una trayectoria que conduzca a un desarrollo resiliente al clima con bajas emisiones de gases de efecto invernadero».
Empero, apenas el 15 de junio pasado, el secretario general de Naciones Unidas (UN), António Guterres, denunció ante líderes de la sociedad civil, reunidos para abordar el clima y el uso de los combustibles fósiles, que los países no han cumplido sus promesas, y que en vez de acelerar la acción, se retrocede. «Las políticas actuales están llevando al mundo a un aumento de la temperatura de 2.8 grados para finales de siglo. Eso significa la catástrofe». Frente a la disposición de «apostarlo todo a ilusiones, tecnologías no probadas y soluciones milagrosas», urge a reducir las emisiones de carbono en un 45% en los próximos siete años (2030). Es decir, mañana.
El poder económico, representado en este caso por las firmas dedicadas a la explotación de combustibles fósiles y sus mediadores, vuelve a imponer sus condiciones. La industria del petróleo y el gas obtuvieron, de acuerdo con Guterres, «una ganancia inesperada récord de cuatro billones de dólares en ingresos netos. Sin embargo, por cada dólar que gasta en perforación y exploración de petróleo y gas, solo cuatro céntimos se destinaron a energía limpia y captura de carbono… combinadas». Para salvar el planeta se requiere liderazgo y voluntad política, pero también el compromiso y la participación de cada persona. La toma de conciencia, el cambio de hábitos y las acciones individuales, por pequeñas que parezcan, contribuyen al bien común.