El presidente, Andrés Manuel López Obrador, sigue empeñado en destruir a la democracia mexicana, que es tan precaria y joven aún. De hecho, solamente tiene 23 años. Es preciso asentar, que en el momento en que Vicente Fox ganó, las elecciones presidenciales del año 2000, y que el PRI aceptó dejar el poder y sujetarse a los resultados de las urnas, en ese momento nació. Lo demás fueron solamente antecedentes, acuerdos, negociaciones, leyes y reglamentos. En los hechos, fue la alternancia la que abrió paso a la vida democrática del país.
Ernesto Zedillo, Francisco Labastida y el priismo nacional se comportaron a la altura de las demandas populares en aquel año. No cayeron en las tentaciones de Carlos Salinas de Gortari ni en las debilidades de Miguel de Lamadrid, en 1988. Fue en ese momento, que en México se abrió a una nueva etapa. Una de las más importantes, en la historia del país. Una etapa más relevante que la llegada al poder, de la Cuarta Transformación, en donde el sistema democrático ya funcionaba impecablemente. Incluso el presidente, Enrique Peña Nieto, ya había abdicado antes de la jornada electoral en favor de AMLO.
De esta forma, los intentos reiterados, del presidente López Obrador, para destruir al INE y dañar a la certeza democrática, revelan su verdadera estatura moral y política. Actualmente, se le percibe más con un talante de líder, que uno de estadista. Es visto, como un personaje dominado por la ambición y el rencor, que justifica cada uno de sus excesos. Sus acciones, ya pasaron del discurso agresivo, a las maniobras legaloides anticonstitucionales. Su postura, actual, es justificar iniciativas reprobables, con un supuesto deseo de “El Pueblo”, para que él y la Cuarta Transformación sigan en el poder.
Su mayor argumento es que los neoliberales, y sus instituciones, salen caros porque ganan mucho, y porque, “quieren acabar con las pensiones y las becas” que reparte su gobierno federal, para construir base social.
El tiempo se le agota. Lo único que le interesa, es persistir en la destrucción del INE y del Poder Judicial, para poder imponer a sus candidatos o tal vez extender su estancia en Palacio Nacional, en caso de una contingencia en las elecciones del 2024. También, de una vez, pulverizar a los partidos de oposición que están en ruinas.
Ya no le queda tiempo. Lo único que conserva, son sus palabras y promesas. Las mismas que tenía cuando andaba en campaña, con soluciones mágicas para todos los problemas. Sin embargo, hasta la magia y la gracia perdió. Andrés Manuel, persiste en sus rollos de que “seremos como Dinamarca en el sistema de salud, una potencia económica mundial, un país sin pobres y sin criminales, etc.
Sin embargo, la realidad es cruel. El tiempo se le agota. Los fracasos se acumulan y las soluciones nunca llegaron y ya no llegarán. Sus obras magnas, fueron caprichos que quedarán a medio terminar y a medio funcionar. Terco y voluntarista falló como gobernante, pero triunfó como persistente candidato que hizo ganar a Morena 22 gobernaturas. En el 2018, llegó con un enorme respaldo popular, pero ya la clase media lo rechaza. No les gustó, su gobierno de fieles pero incapaces; de obedientes pero corruptos; de los de antes, robaban más. Las elecciones del 2023 aportarán buenas pistas para el 2024. Veremos.