El PRI tiene, en el momento más crítico, a la dirigencia más vil de su historia. Moreira podría ser destituido también de la Junta de Coordinación Política de la Cámara baja
En una charla casual con el entonces presidente del PRI, Enrique Ochoa (Clavillazo, le llama el exgobernador Humberto Moreira, proclive a encajar apodos), en los sanitarios de un hotel de Torreón, objetó: «¿Por qué la agresividad?». Se refería a los cuestionamientos formulados en una rueda de prensa a la cual, supe después, fui invitado «por error». El exdirector de la Comisión Federal de Electricidad empezó por exaltar los «beneficios» de la Reforma energética del presidente Peña Nieto y el buen Gobierno de Rubén Moreira. «Salga a la calle, pregunte si la gente está de acuerdo con la deuda, la violencia y con todo lo que usted dice». Ochoa tomó la réplica como agresión.
«No es pleito», le dije, «el trabajo de un reportero consiste en dudar y cuestionar». La diferencia entre los tecnócratas y los oportunistas, proclives a imponer a todo el mundo su visión, y los políticos de antes, forjados en el debate, es de enfoque. Puse de ejemplo a Jesús Reyes Heroles y a Porfirio Muñoz Ledo, líderes del PRI, a quienes entrevisté en Torreón a mediados de los años setenta del siglo pasado
Ochoa visitó La Laguna para jugarle el dedo en la boca a los priistas. Hizo creer que la candidatura al Gobierno resultaría de un proceso «democrático», cuando Miguel Riquelme ya había sido ungido.
Ochoa fue defenestrado de la jefatura del PRI dos meses antes de las presidenciales de 2018 por inepto y anodino. José Antonio Meade, el candidato «ciudadano» del PRI, captó menos del 17% de los votos. René Juárez no logró frenar a Morena ni evitar el desastre causado por Peña Nieto. El PRI pudo emerger como oposición real en 2019, pero Alejandro Moreno y Rubén Moreira lo impidieron. El secuestro de las siglas provocó una oleada de renuncias. Las más significativas fueron las de José Narro, exrector de la UNAM y exsecretario de Salud; y las de los exgobernadores Rogelio Montemayor e Ivonne Ortega, aspirante a la presidencia del CEN a quien Moreira amenazó con ventilar su vida privada si ponía un pie en Coahuila. La pe- riodista Beatriz Pagés también dijo adiós.
La mancuerna Moreno-Moreira representa lo peor del PRI, en el peor momento. Rubén pudo haber alentado las aspiraciones presidenciales de Moreno como lo hizo con su hermano, a quien después suplantó para convertirse en la figura del clan. Humberto tenía carisma y liderazgo, pero la ambición lo cegó y tiró por la bor- da una carrera política prometedora. La renuncia inminente de Moreno también supone el retiro de Rubén como presidente de la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados.
Entregar el mando del CEN en medio del escándalo, el escarnio y el repudio general, atizado por la filtración de audios donde se llama a los periodistas «muertos de hambre» y se reconocen pagos por 100 millones de pesos al asesor político Antonio Solá, es el menor problema de Moreno y Moreira en estos momentos. Su preocupación deben ser las investigaciones de la Fiscalía General de la República y la atención que el presidente López Obrador ha puesto sobre ellos después de haber inten- tado chantajear con la Reforma eléctrica. Calderón y Peña Nieto cedían gubernaturas a cambio de votos en el Congreso, pero AMLO no tiene necesidad de hacerlo. El líder de la 4T premia a exgobernadores del PRI con embajadas y consulados, pero también castiga. Moreno, Moreira y otros de su grupo están en capilla. Después de Hidalgo, donde la esposa de Rubén perdió las elecciones, al fin podría haber jujusticia en Coahuila. E4