TERRITORIO AMÓN / EL CONFIDENCIAL
Las tertulias en que me he visto “involucrado” esta semana –El hormiguero, Espejo público– han coincidido en exponer el revuelo de una nueva versión de “Bambi” que excluye la escena de la muerte de la madre.
Se trata de preservar a los niños de los peligros de un trauma. Y de los riesgos de relacionarlos con la noción de la mortalidad, como si no empezáramos a morir desde el día mismo en que nacemos.
Es interesante la iniciativa del “remake” no porque tenga el menor atractivo la película, sino por las pretensiones de infantilización y de anestesia que implican despojar a “Bambi” del duelo materno. De hecho, el verdadero objetivo de este delirio proteccionista tanto consiste en evitar la orfandad del cervatillo como en negar la existencia de la muerte en sí misma. Somos inmortales. O fingimos serlo, de tal manera que abjuramos de cualquier recordatorio y referencia, escondidos en el líquido amniótico.
Me refiero a que las sociedades inodoras, incoloras e insípidas neutralizan cualquier expresión de dolor y decadencia. Encerramos a nuestros ancianos en residencias. Convertimos la cirugía plástica en el atajo de la eternidad. Y concebimos una educación sobre-protectora cuyo objetivo radica en evitar el disgusto de cualquier obstáculo a nuestros hijos. Los eliminamos de su camino para que no tengan siquiera necesidad de saltarlos.
Es la razón por la que, en realidad, lo que hacemos es convertirlos en indefensos. Los encaprichamos. Y los despojamos de cualquier noción de gravedad. La muerte es el ejemplo categórico. La madre de Bambi, claro. Y cualquiera otra circunstancia que defina nuestra inequívoca finitud.
Semejante doctrina resulta falaz, contraproducente y hasta innecesaria. No queremos morirnos, claro. Y hemos elaborado el inventario de las religiones para encontrar alternativas metafísicas, aunque el área de la fe o del ilusionismo no contradice la relevancia inmanente de la muerte.
No me refiero a la necrofilia ni a la morbosidad del lado oscuro, sino a la relación que existe entre la muerte y la vida. La una le da todo el sentido a la otra -y viceversa-, de tal forma que no pueden escindirse mientras vivimos. Porque cuando morimos, la muerte ya es del todo inofensiva.
El problema de “Bambi” no es la muerte de la madre, sino la humanización de los animales. Y la naturalidad con que Disney los reanima como nuestros homólogos para luego revestirlos de todos las virtudes y defectos humanos.
Por eso revestía tanta importancia dotarlos de voz y de pensamiento. Y atribuirles las nociones éticas del mal y del bien, cuando los animales carecen de ellas. Y cuando la peculiaridad específica de nuestra especie consiste precisamente en que somos conscientes de la finitud. Y que nos enterramos. Y que hemos creado a Dios para resolver las angustias existenciales, sabiendo que Dios no es la respuesta, sino la pregunta.